(Gracias a Anita por los secretos, tengo otros secretos que te interesarán)

La primera vez que tomé el tranvía en Bruselas, el día estaba frío, pero no gris (quizá estaba más gris de lo que yo recuerdo). Salíamos de la universidad, aunque aún no habían comenzado las clases. Habíamos pasado la mañana tomando café y encendiendo Gauloises en el foyer. Yo estrenaba el vestido que había comprado el día anterior (sólo me había costado 1€). Así que estuvimos esperando un largo rato, jugando con las cámaras hasta que finalmente subimos (las únicas en la parada). Y éste no es el tipo de recuerdos en donde pasa nada sumamente interesante, si se espera eso por el preámbulo. Simplemente, unas paradas más adelante, se subió una señora vestida de negro a tocar el acordeón (el equivalente europeo a la rapera del metro), y yo recuerdo que se sentía bien y bonito estar en compañía de mi gran amiga en ese momento, y sonreíamos, y no hablamos demasiado hasta llegar al Botanique, donde los árboles conservaban sus podadas formas, pero ni una sola hoja verde.

Luego de muchas fotos, caminamos hacia el centro y llegamos al bar que se convertiría en mi favorito. Tomamos algunas cervezas (en ese divino empeño de probar tantas cervezas como pudiéramos), y al salir, decidimos pasar por el mercado chino a comprar algunas cosas que hacían falta para el sushi que queríamos preparar en casa (terminamos comprando infinidad de cosas más).

Gratamente mis recuerdos incluyen a Gabbie, en esos tiempos a solas que pasamos hablando de tantas cosas. Y son esos ratos los que me hacen entender la dinámica de nuestra relación, sin forzar barras. Es amistad de café y soledad. De cerveza y conversas. De vino y películas. De fotos y risas. De que nos conocemos la una a la otra mejor que conocemos a nadie, y por eso, a veces es bueno, marcar distancia.